A todos nos cae bien un baño de cerveza de vez en cuando


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La cerveza: un líquido que tiene por lo menos tres usos

Según yo, la cerveza tiene solamente dos usos: te la puedes tomar o puedes usarla para darle un poco de sabor a la carne asada.

No fue sino hasta que empecé a ir a los partidos de los Xolos al Estadio Caliente de Tijuana que descubrí que la cerveza podía tener un tercer uso: lanzarla al aire en una expresión eufórica de celebración cuando tu equipo anota un gol.

Fue una sensación extraña la primera vez que experimenté un baño de cerveza. El equipo acababa de anotar y casi todos a mi alrededor lanzaron la cerveza al aire, la cual apagó mi grito de gol como una cubeta de agua apaga una fogata en una noche fría y seca.

Sabía que los aficionados celebraban los goles aventando la cerveza, pero nada me pudo preparar para la experiencia de sentir una cerveza ajena escurriéndome en el cabello y la cara, e impregnando mi ropa con el olor a alcohol.

Es un poco estresante cruzar la frontera después del partido y tener que explicarle al oficial de inmigración que el olor a cerveza que escapa de tu cuerpo era de un aficionado que estaba sentado tres filas abajo de ti.

Pero todo esto llegó a un sorpresivo e irreal fin el viernes 20 de julio en el juego inaugural de la Apertura 2012 entre Xolos y Puebla.

Mientras el mediocampista tijuanense Fernando Arce se preparaba para cobrar un tiro directo cerca de la portería contraria, yo me preparaba para un posible gol y baño de cerveza. Me ajusté la gorra para taparme el rostro lo más que pudiera, y con una mano tapé mi vaso de cerveza.

Arce tomó su tiempo. Se acomodó, apuntó y cobró un tiro feroz que pasó con chanfle por encima de la barrera y se incrustó en las redes de la portería de Puebla.

Golazo.

El estadio explotó en euforia pero extrañamente ningún aficionado a mí alrededor se atrevió a lanzar su cerveza al aire. Mientras celebraban el gol, algunos volteaban a los lados sorprendidos de que seguían secos, con sus cachuchas bien ajustadas y con una mano tapando su cerveza.

Unas semanas antes el club había advertido en las redes sociales y en las noticias que sancionaría a los aficionados que vaciaran su cerveza en otras personas. Esto para fomentar un ambiente familiar dentro del estadio. Quienes violaran esta ley serían echados del partido e incluso podrían perder su xolopass, o pase de la temporada.

Aunque desde siempre he expresado mi molestia ante esta tradición, debo confesar que extrañé el espectáculo de ver a cientos de personas lanzar su cerveza al aire al mismo tiempo. De hecho, el gol se sintió apagado a pesar de haber sido el primero de la temporada.

Ahora que me pongo a pensar en ello, hacía varios juegos que habían dejado de molestarme los baños de cerveza.

Por lo general llevaba un cambio de ropa en el auto en caso de que saliera mojado, y en los últimos partidos de la temporada pasada hasta yo mismo había apartado un poco de cerveza caliente para lanzarla al aire.

Era divertido ver a alguien que me acompañaba por primera vez al estadio ser bautizado por un vaso de cerveza Tecate o con un clamato con todo y almejas, chile y limón. En más de una ocasión tuve que defender a mi acompañante que fue acusado de vaciar la cerveza en la cabeza de alguien más grandote que los dos juntos. Bueno, nuestra defensa consistió en echarle la culpa a alguien más.

Recientemente mi única inconformidad con lanzar cerveza al aire era que después había que gastar otros seis dólares para llenar el vaso de 24 onzas, y además había que hacer una fila larga con otros aficionados desconsiderados.

Yo no voy a ser el aficionado que le escriba una carta a los directivos del equipo para pedirles que nos dejen tirar cerveza otra vez. Pero si seré el primero en admitir que extrañaré esta celebración irracional. La verdad es que a todos nos cae bien un baño de cerveza de vez en cuando.

El día que se me olvidó respirar


Hace unas semanas un amigo de muchos años me habló porque estaba buscando a un comunicólogo experimentado que pudiera formar parte de un panel de periodismo sobre cómo equilibrar la vida familiar y el trabajo.

Estaba buscando a alguien que dominara los ritmos frenéticos de la vida moderna de la misma forma que un torero domina a un toro con 20 espadas clavadas en la espalda; alguien que tuviera la varita mágica de la organización y manejo del tiempo y que pudiera compartir su magia con periodistas que trabajan horas largas en una industria estresante y abatida por los cambios tecnológicos.

Puedo entender por qué pensó en mí.

Cualquiera que me conoce sabe que soy una persona que le gusta estar metida en varios proyectos al mismo tiempo. Tanto que a veces bromeo que como resultado tengo el mismo número de trabajos que niñas: tres. Además de escribir esta columna, trabajo en una agencia de comunicación y a veces hago proyectos especiales para clientes y amigos.

Sí, a lo largo de los años mi personalidad inquieta me ha obligado a ser disciplinado con el tiempo para así cumplir con el sinfín de responsabilidades de ser padre y profesionista: llevar a las niñas al médico de un momento a otro y entregar los proyectos a tiempo; leerles historias antes de dormir y contestar correos en la noche; bañarlas, preparar el desayuno y llegar a tiempo al trabajo; pasar tiempo con mi esposa, hacer ejercicio, leer, ver televisión, salir con los cuates, tocar la guitarra, visitar a la familia, etcétera. La lista nunca termina.

De hecho el otro día le platicaba a una colega que estaba leyendo un libro muy bueno, y antes de que continuara platicándole me interrumpió, sorprendida: “¿Un libro? ¿A qué hora tienes tiempo de leer un libro?”

Aparentemente he encontrado la manera de equilibrar la vida familiar y el trabajo. Uno de mis secretos es usar la tecnología para ayudarme a organizar mi trabajo y mis proyectos, algo que pienso compartir en el panel.

El otro día, sin embargo, tuve una revelación.

Estaba sentado trabajando en la computadora, en la misma posición por varias horas, cuando sentí una sensación extraña en el pecho, como si me faltara aire. Dejé el teclado y puse atención a mi cuerpo. Estaba duro como una roca, lleno de tensión y estrés. Respiré profundamente y mientras mis pulmones se expandían, sentí que mi pecho tronaba, como si las costillas tuvieran 100 años sin moverse.

En mi obsesión por hacer todo había olvidado respirar. Había olvidado tomar un descanso.

Hace años leí un libro sobre la meditación, y sobre lo importante que es la respiración en la salud del cuerpo y la mente. El libro hablaba sobre cómo a veces hacemos y pensamos en tantas cosas al mismo tiempo que nunca estamos presentes en lo que estamos haciendo en este momento.

Y es cierto. Nuestra mente, con su torrente incesante de pensamientos, nos lleva a lugares distantes que nos alejan del presente, nos causan estrés y hacen que nuestros cuerpos sean tan duros como una estatua de roca.

Me di cuenta que cuando hago el desayuno a mis hijas mi mente generalmente ya está en el trabajo. Si estoy trabajando en un proyecto en la oficina ya estoy pensando en el siguiente email que debo mandar. Si estoy cenando con mi familia ya estoy pensando en acostar a las niñas, y cuando las estoy acostando estoy pensando en el trabajo que voy a hacer en la noche.

Desde que recobre conciencia de esto he estado tratando de vivir el presente de una manera más consciente. Ahora cuando lavo los platos solo quiero pensar en lavar los platos. Cuando manejo mi auto solo quiero pensar en manejar mi auto. Cuando cene con mi familia solo quiero pensar en mi familia. Cuando saque a pasear al perro solo quiero pensar en pasear al perro. Cuando respire conscientemente solo quiero respirar y no pensar en nada. O por lo menos intentaré hacer las cosas así.

El próximo mes cuando me toque hablar con mis colegas periodistas les diré que no vale la pena matarse intentando hacer todo si uno no disfruta el presente. Mi consejo será muy sencillo: No se les olvide respirar.